En el corazón de la antigua cultura mexica nació una historia que el tiempo no ha podido borrar: la leyenda de Xóchitl y Huitzilin, dos almas destinadas a amarse más allá de la vida. Su relato es el origen del cempasúchil, la flor que guía a los espíritus durante el Día de Muertos con su inconfundible color dorado y su aroma solar.
Desde su infancia, Xóchitl y Huitzilin compartieron una amistad pura. Crecieron juntos recorriendo montes y campos, y con el paso del tiempo, su cariño se transformó en un amor profundo. Juntos subían al cerro para ofrecer flores y plegarias a Tonatiuh, el dios del Sol, a quien prometieron amarse por la eternidad.
El destino, sin embargo, quiso ponerlos a prueba. Huitzilin fue llamado a la guerra, y aunque Xóchitl aguardó con esperanza su regreso, un día recibió la triste noticia de su muerte en el campo de batalla. Desolada, la joven subió nuevamente al monte donde habían jurado su amor y suplicó a Tonatiuh que le permitiera reunirse con su amado.
Conmovido por su devoción, el dios del Sol convirtió a Xóchitl en una flor de pétalos dorados y aroma intenso: el cempasúchil, símbolo de vida y recuerdo.
Tiempo después, un colibrí (el espíritu de Huitzilin) fue atraído por el resplandor de aquella flor. Al posarse sobre ella, los pétalos se abrieron mostrando su color ardiente, y ambos se reencontraron para nunca separarse. Desde entonces, se dice que cada vez que un colibrí visita un cempasúchil, el amor de Xóchitl y Huitzilin revive.
Por ello, cada Día de Muertos, los mexicanos adornan sus altares con cempasúchil, creyendo que su luz y su fragancia guían a las almas de los seres queridos hacia el reencuentro con quienes aún los recuerdan.
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